
Aprender para seguir deseando.
Todo aprendizaje es un acto de amor hacia el futuro.
Hay un momento en la vida en que las certezas pesan más que los descubrimientos.
Ahí, justo ahí, empieza el trabajo más profundo del alma: volver a aprender.
Aprender no para acumular datos, sino para seguir encendiendo el deseo,
ese fuego que nos empuja a imaginar que el mañana todavía puede sorprendernos.
Cada ejercicio, cada palabra compartida, cada nueva idea,
es una forma de decirle al tiempo que no ha vencido.
Porque mientras haya algo que nos intrigue,
algo que todavía no sepamos hacer,
seguimos vivos.
Etimologías vivas: aprender y proyectar
“Lo que no se toca no se aprende. Lo que no se siente, no se recuerda.”
— Miriam R. Garbatzky.


Las palabras son los huesos del pensamiento.


Aprender y proyectar son verbos que no admiten jubilación.
Uno nos conecta con lo que no sabíamos, el otro con lo que todavía no existe.
En el medio, el cuerpo, la memoria y el deseo tejen la urdimbre de lo humano.
Ahí, en ese entrelazamiento,
nace el verdadero bienestar: el de saberse parte de algo que sigue creciendo.
Proyectar viene de “proicere”: lanzar hacia adelante.
Proyectar no es imaginar un futuro;
es arrojarse al futuro con todo el cuerpo, como quien salta sin red.
La raíz “pro-” (hacia adelante) y “iacere” (lanzar) forman un verbo de vértigo.
De ahí que el proyecto no sea un plan, sino una caída lúcida.
Uno se lanza sabiendo que no controla el punto de llegada,
pero confiando en que el salto en sí vale la pena.
En las culturas orientales, esa noción aparece con otro perfume:
el gesto del maestro de kung fu que repite mil veces un movimiento sin querer dominarlo,
solo para volverse parte de él.
Ese es también el proyecto humano:
repetir con conciencia hasta que la vida se vuelva un arte.
El lenguaje es el fósil más noble de una civilización: guarda las formas de lo que alguna vez sentimos.
Por eso, cuando decimos “aprender” o “proyectar”, no estamos nombrando acciones:
estamos pronunciando herencias.
Cada una de estas palabras tiene siglos de polvo y deseo encima,
y en ellas se esconden las claves de cómo habitamos el tiempo.
Entre el aprender y el proyectar: el deseo.
El deseo es el puente entre ambas palabras.
Aprendemos porque deseamos, y proyectamos porque el deseo no tiene fin.
Cuando el deseo se apaga, el tiempo se vuelve estático;
cuando se enciende, el futuro se vuelve una herramienta cognitiva.
El deseo organiza la mente tanto como la memoria.
Y en las personas mayores, mantener vivo el deseo —por aprender, por compartir, por crear—
es lo que evita el deterioro cognitivo más profundo: el de la esperanza.
Aprender viene de “apprehendere”: tomar, asir, abrazar.
No es curioso que el latín no eligiera una raíz que signifique “recordar”, sino una que significa “agarrar”.
Aprender, literalmente, es abrazar algo con las manos y con la mente.
Y en esa imagen primitiva está la filosofía entera de Mnemos:
aprender es un gesto corporal, afectivo, social.
No se aprende con los ojos clavados en una pantalla,
sino con el cuerpo entero inclinado hacia otro cuerpo.
La neurociencia lo confirma siglos después:
las sinapsis se fortalecen cuando emoción y atención coinciden.
Y la emoción, diría Damasio, es la cartografía del cuerpo en movimiento.
Aprender es movernos hacia algo que todavía no sabemos abrazar del todo.
El humor como forma superior del aprendizaje.
Aprender también implica reírse de lo que uno no sabe todavía.
El humor es el músculo más subestimado del sistema cognitivo.
Porque el que puede reírse de sí mismo, puede pensar sin miedo.
Por eso los talleres de Mnemos no son solemnes:
son laboratorios de inteligencia emocional donde el error es parte del paisaje,
y el tropiezo, una forma de elegancia.
“Un proyecto no es una meta; es una pregunta que todavía nos elige.”
— Elad Abraham.
“Aprender no es acumular saberes, es mantener vivo el deseo de seguir sorprendiéndose.”
— Miriam R. Garbatzky.
“Reírse no debilita el pensamiento: lo flexibiliza.”
— Miriam R. Garbatzky.
Aprender: un acto político y biológico
“La mente es un tejido.
Si no hay trama compartida, la fibra se deshilacha.”
— Elad Abraham.


El pensamiento no es un don: es una práctica corporal y colectiva.


¿Y si el aprendizaje no fuera un privilegio del joven ni un castigo del viejo,
sino la forma más compleja que tiene el amor de mantenerse despierto?
¿Y si en lugar de preguntarnos qué se enseña,
preguntáramos qué se transforma cada vez que alguien aprende?
Quizás ahí, en esa pregunta que no se responde,
esté el verdadero sentido del futuro.
El aprendizaje como resistencia.
En una sociedad que venera la juventud, aprender después de los 60 es un acto político.
Porque afirma que la inteligencia no caduca.
Porque transforma la pasividad en potencia.
Y porque desobedece el mandato neoliberal que convierte a la vejez en un período de consumo anestesiado.
Aprender es una forma de rebelión.
Cada nuevo conocimiento incorporado a los 70,
cada proyecto iniciado a los 80,
es una afrenta contra la cronología del mercado.
El adulto mayor que sigue aprendiendo se convierte en un sujeto político del deseo:
ya no espera el futuro, lo fabrica.
¿Dónde empieza el aprendizaje?
¿En la curiosidad? ¿En la carencia? ¿En el error?
O quizás, como sugiere Jacques Rancière, el pensamiento no empieza, sino que se activa cuando un cuerpo es situado dentro de un dispositivo de pensatividad,
un marco que lo obliga a detenerse, a mirar el mundo de otro modo,
a hacer del no-saber un ejercicio y no una vergüenza.
El aula, el taller, el juego —todos son dispositivos de pensatividad.
No enseñan: disponen la escena para que el pensamiento aparezca.
Y eso, en términos políticos, es revolucionario:
porque libera al sujeto de la obediencia al experto.
Aprender no es recibir una forma preexistente:
es producir sentido, y por lo tanto, producir mundo.
De la pedagogía del control a la pedagogía del vínculo.
El aprendizaje contemporáneo está enfermo de autoridad.
Instituciones que enseñan a obedecer,
tecnologías que instruyen sin preguntar,
algoritmos que predicen lo que uno debería querer.
Mnemos elige lo contrario: la pedagogía del vínculo.
No enseñamos lo que falta, sino lo que puede florecer.
No estimulamos la memoria para recordar datos,
sino para recordar vínculos, emociones, deseos,
esas cosas que la inteligencia artificial todavía no puede almacenar.
Aquí, aprender es volver a pensar juntos,
en un mundo que nos educa para estar separados.
La biología del pensamiento: la sinapsis como acto social.
El aprendizaje no ocurre en el aire.
Cada vez que una idea se articula,
cientos de millones de neuronas reorganizan sus conexiones,
y esa arquitectura —fluida, inestable, maravillosa—
depende tanto del entorno como del propio deseo.
La neurociencia contemporánea (Varela, Damasio, LeDoux, Changeux) coincide en algo que las culturas antiguas ya sabían:
el pensamiento no se aloja en el cerebro, sino en el movimiento.
El cuerpo aprende antes que la mente.
Y cada gesto compartido, cada palabra dicha en grupo,
cada risa o silencio, son estímulos que modifican la estructura neural.
Aprender, en términos biológicos, es un fenómeno colectivo.
Cada persona mayor que juega, recuerda o imagina,
reactiva circuitos dormidos gracias al contacto con otros.
El tiempo: materia prima del aprendizaje.
Aprender lleva tiempo.
Y el tiempo, en las sociedades aceleradas, es el primer recurso que se degrada.
Las personas mayores lo poseen en una forma única:
no como prisa, sino como presencia expandida.
Esa lentitud aparente no es un límite, sino una metodología:
permite la elaboración, la reflexión, la experiencia de sentido.
La neuroplasticidad necesita pausa,
como el cuerpo necesita descanso para integrar el movimiento.
En Mnemos, el tiempo no se gestiona: se habita.
Cada taller es un laboratorio temporal donde la prisa se suspende
y el aprender vuelve a ser un acto humano, libre y profundamente político.
“Una mente activa no es una mente joven,
es una mente libre.”
— Miriam R. Garbatzky.
“Pensar juntos es pensar. Pensar solos es confirmar la necedad.”
— Miriam R. Garbatzky.
“El pensamiento apurado solo sirve para no pensar.”
— Elad Abraham.
“Todo proceso de aprendizaje es una revolución microscópica del orden perceptivo.”
— Miriam R. Garbatzky.


El futuro se construye.
¿Por qué es importante tener proyectos a los 70 o 80 años?
Porque sin proyecto no hay orientación del deseo,
y sin deseo el tiempo se vuelve puro calendario.
Tener un proyecto —una huerta, un taller, un libro, una amistad nueva— le da al día una estructura simbólica: un “para qué”.
La neurociencia lo traduce en plasticidad sináptica;
la psicología social, en sentido de pertenencia.
“Los proyectos son la forma en que el deseo se vuelve arquitectura del tiempo.”
— Miriam R. Garbatzky.
En los talleres Mnemos observamos que quienes mantienen una rutina con objetivos simbólicos muestran mayor atención sostenida, mejor memoria emocional y niveles más estables de humor.
No es una coincidencia: el deseo, cuando se ejercita, repara.
¿Qué pasa cuando las personas mayores pierden el deseo o la motivación?
El vacío de deseo no es un problema moral, sino una desconexión narrativa.
Cuando el futuro deja de tener argumento, la mente se desorganiza.
Aparecen la apatía, la pérdida de iniciativa, el “todo me da igual”.
En términos clínicos, se llama abulia;
en términos existenciales, es la pérdida del hilo conductor.
La filosofía de Mnemos busca restaurar esa trama,
no con imperativos (“tenés que hacer algo”),
sino con dispositivos que inviten a volver a tener preguntas.
El deseo no se impone: se cultiva como un músculo sensible.
Una consigna creativa, una conversación significativa, un pequeño objetivo,
pueden volver a encender el tiempo.
“A veces el deseo vuelve disfrazado de curiosidad.”
— Elad Abraham.


¿Qué diferencia hay entre metas y proyectos vitales?
Una meta es un punto de llegada; un proyecto, una forma de habitar el camino.
La meta termina cuando se alcanza; el proyecto, cuando deja de tener sentido.
Por eso los proyectos vitales son motores cognitivos y afectivos,
capaces de sostener la motivación en contextos de cambio, pérdida o retiro.
Los proyectos no son hobbies: son dispositivos de continuidad simbólica.
Convierten el paso del tiempo en un proceso de crecimiento.
En términos pichonianos, “organizan el vínculo entre el sujeto y su tarea.”
Y en la vejez, donde muchos vínculos se erosionan, esa tarea se vuelve acto de resistencia.
“Mientras alguien tenga algo entre manos,
el tiempo no se le escapa, toma forma.”
— Miriam R. Garbatzky.
¿Cómo se puede recuperar la motivación después de una pérdida o jubilación?
Volviendo a construir un relato que dé continuidad.
El duelo, la jubilación o la pérdida de roles sociales suelen quebrar el sentido de utilidad.
Pero aprender algo nuevo o iniciar un proyecto creativo reactiva la red de significados que sostiene la identidad.
El cerebro interpreta la acción como señal de supervivencia: la motivación biológica se reenciende.
“Aprender algo nuevo después de un duelo es una forma de seguir amando.”
— Miriam R. Garbatzky.
Por eso Mnemos promueve talleres y cuadernillos donde las personas mayores vuelven a sentirse productoras de sentido, no receptoras de cuidados.
El bienestar no viene de hacer más, sino de volver a sentirse parte de algo que crece con uno.
¿Qué relación hay entre el deseo y la memoria?
Toda memoria está sostenida por un deseo.
Recordamos lo que alguna vez nos importó.
Y cuando el deseo se apaga, la memoria se vuelve técnica, sin alma.
Por eso estimular cognitivamente no basta:
hay que reactivar el deseo como energía narrativa.
El proyecto funciona como andamiaje de esa memoria afectiva:
recordar por qué hacemos lo que hacemos.
Mnemos traduce eso en talleres donde cada consigna convoca una historia,
y cada historia vuelve a conectar neuronas y sentidos.
“La memoria sin deseo es archivo duro (burocratización del deseo);
con deseo, es poesía para seguir tejiendo futuro.”
— Elad Abraham.
¿Cómo acompañar a otros en la construcción de nuevos proyectos?
“El mejor modo de cuidar a alguien es ofrecerle un motivo para seguir pensando, y pensándose.”
— Miriam R. Garbatzky.
No motivando desde afuera, sino acompañando desde el respeto.
La función del operador cognitivo comunitario —figura creada por Mnemos—
no es dirigir, sino escuchar hasta que la palabra se haga acto.
Cada proyecto nace de una conversación que habilita la posibilidad de futuro.
Ahí se da el aprendizaje más silencioso:
enseñar sin enseñar, guiar sin mandar.
Los proyectos son el lenguaje natural del deseo.
Dan sentido a la memoria, estructura al tiempo y continuidad al alma.
Tener uno no rejuvenece el cuerpo,
pero mantiene joven la inteligencia emocional,
esa que no olvida que vivir sigue siendo la tarea principal.


Pensar como forma de cuidar.
Los proyectos de existencia nacen del cruce entre filosofía, biología y esperanza.
Humanismo y cuerpo: del Renacimiento a la periferia
El humanismo europeo nos enseñó que el cuerpo podía pensar.
Pero fueron los pueblos latinoamericanos —y en especial los del sur— los que entendieron que pensar sin comunidad es apenas un eco.
Mnemos retoma ese linaje: el de quienes creen que la inteligencia no se mide por la lógica, sino por la capacidad de sostener el dolor del otro.
El cuerpo envejecido, tan invisibilizado por la cultura del rendimiento,
es en realidad el archivo más sabio de la historia humana.
Cada arruga es una idea en relieve,
cada temblor una metáfora del tiempo.
Desde ahí, los proyectos de existencia toman forma:
no como planes productivos, sino como actos de dignidad sensorial.
“La mente piensa, pero el cuerpo recuerda.”
— Miriam R. Garbatzky.
Psicología social y pedagogía crítica: aprender para emanciparse
“La tarea es colectiva o no es tarea.”
— Miriam R. Garbatzky.
El pensamiento de Pichón Riviere enseñó que no se puede hablar de salud sin hablar de vínculo.
Paulo Freire nos recordó que no hay aprendizaje si no hay diálogo.
Mnemos une ambas herencias: el grupo como escenario de transformación simbólica.
Cada taller, cada desafío, cada conversación, es un laboratorio del deseo.
El aprendizaje no es contenido que baja desde arriba,
sino un proceso en espiral donde todos —operadores, residentes, familias—
aprenden a leer de nuevo la realidad.
El proyecto, desde esta mirada, no es un objetivo:
es una forma de emanciparse del mandato del envejecimiento pasivo.
Por eso, nuestros programas no “enseñan” nada:
invitan a pensarse juntos.
Neurofilosofía del tiempo: plasticidad y deseo
La neurociencia dice que el cerebro cambia toda la vida.
La filosofía dice que solo cambia quien se atreve a mirar distinto.
Mnemos habita esa frontera:
la plasticidad neuronal como metáfora del alma que se rehace.
Cada proyecto personal —aprender una canción, escribir una carta, iniciar una huerta—
es una reconfiguración del tiempo interno.
Lo que parecía pasado se vuelve futuro;
lo que parecía cerrado, se abre.
No se trata de prolongar la juventud,
sino de dilatar la conciencia.
El cerebro no envejece cuando se olvida,
sino cuando deja de desear.
“La neuroplasticidad no es un milagro biológico:
es una pedagogía del amor.”
— Elad Abraham.
Pensamiento espiritual y político: Francisco (QEPD)
“El que pierde la capacidad de soñar proyectos,
ya no necesita enemigos: se vació por dentro.”
— Francisco.
En los últimos años, el Papa Francisco —ese argentino que comprendió el alma del mundo—
dejó un legado silencioso pero profundo:
una espiritualidad no de dogma, sino de vínculo.
Francisco entendió que el tiempo del cuidado es revolucionario,
y que el amor social, bien entendido, es un proyecto político.
Mnemos toma esa inspiración y la traduce en acción laica, cotidiana, tangible:
espacios donde pensar y cuidar son la misma cosa.
Donde el bienestar deja de ser una promesa de marketing
y vuelve a ser lo que siempre fue: una práctica de compasión organizada.
Las fuentes filosóficas de Mnemos no están en los libros:
están en las manos que se dan, en los cuerpos que se animan a moverse,
en los gestos que no producen nada y sin embargo sostienen todo.
Nuestra filosofía no busca verdades: busca condiciones de posibilidad.
Cada proyecto vital es una forma de fe —
no en Dios, sino en los otros.
Y en tiempos donde la soledad se vende por delivery,
aprender juntos sigue siendo el último milagro verdaderamente humano.
Nadie aprende solo: el conocimiento es una forma del encuentro.
“La cooperación es el lenguaje más complejo del cerebro humano.”
— Elad Abraham.


¿Por qué aprender en grupo es más efectivo que aprender solo?


El aprendizaje compartido no solo mejora la memoria:
reordena el mundo interior.
A través del grupo, las personas mayores no solo recuperan palabras,
recuperan una trama de sentido.
Y en esa trama, vuelven a sentirse parte de la historia.
“La comunidad es la forma más alta de la inteligencia.”
— Miriam R. Garbatzky.
¿Qué significa transmitir?
Transmitir no es enseñar.
Es dejar pasar algo a través de uno sin pretender ser su dueño.
En las comunidades de aprendizaje de Mnemos, la transmisión se parece a un río:
lleva memoria, pero también arrastra hojas nuevas.
Cada participante —sin importar su formación— es un archivo vivo.
Lo que transmite no es información, sino presencia.
Por eso los talleres no se diseñan como clases, sino como escenas de conversación donde el conocimiento se transforma en relato.
Esa es la diferencia entre un saber técnico y un saber humano:
uno explica; el otro acompaña.
Porque la mente no evoluciona en el aislamiento.
Cada intercambio humano produce un eco sináptico, una microcolisión entre dos modos de percibir el mundo.
Esa fricción —cuando es respetuosa y vital— amplifica las redes neuronales y emocionales.
La neurociencia lo llama resonancia afectiva;
la psicología social, el espejo de los otros.
En los talleres de Mnemos, los silencios, las risas, los olvidos compartidos,
se vuelven parte del método.
Nadie enseña; todos recuerdan algo.
La comunidad se convierte así en una tecnología afectiva:
el aprendizaje como tejido, no como carrera.
¿Qué aporta la comunidad a la salud mental en la vejez?
Todo.
El aislamiento mata más neuronas que el tiempo.
Estudios del Harvard Aging Study muestran que la calidad del lazo social predice más longevidad que la genética o la dieta.
Mnemos lo traduce en política del cuidado:
aprender juntos como forma de protegerse del silencio y del miedo.
El aprendizaje comunitario no busca resultados medibles,
sino lo que las estadísticas nunca pueden captar: la emoción de seguir perteneciendo.
El grupo funciona como una segunda piel cognitiva,
donde cada encuentro deja una marca, un estímulo, un sentido.
¿Qué papel tiene el grupo en la construcción del deseo de aprender?
El deseo no se activa en el vacío.
Surge del contagio, de la admiración, del impulso imitativo que transforma la pasividad en participación.
Un grupo que trabaja juntos no solo recuerda más, sino que quiere más.
Porque el deseo es social antes que individual.
Las investigaciones sobre motivación colectiva (Vygotsky, Bandura, Riviere) muestran que la cooperación sostenida aumenta la dopamina y la permanencia en tareas cognitivas exigentes.
Pero Mnemos no traduce esto en “productividad”:
lo entiende como una forma de ternura organizada.
Aprender con otros no es competir; es no quedarse afuera de la vida.
La transmisión como resistencia cultural
En una época donde la velocidad devora la memoria,
reunirse a pensar es un acto político.
Cada grupo que se sienta en ronda a resolver un juego, una palabra o una consigna,
está desobedeciendo la soledad planificada del mercado.
Está diciendo: “acá seguimos, con otros, pensando lento y con ganas.”
La comunidad Mnemos es eso:
una práctica lenta y luminosa del pensamiento colectivo.
Una manera de sostener el deseo de existir mientras la sociedad nos empuja a apagarnos.
Un gesto de ternura que se repite cada semana,
en cada residencia, en cada risa compartida.
“Transmitir es dejar que algo siga su camino, aunque ya no nos pertenezca.”
— Miriam R. Garbatzky.
“El grupo es un órgano del alma:
cuando vibra, todo el cuerpo mejora.”
— Miriam R. Garbatzky.
“El grupo le dice "¡NO!" al aislamiento planificado.”
— Elad Abraham.
“Cuando un grupo piensa, no suma inteligencias: crea una nueva.”
— Miriam R. Garbatzky.
Córdoba 2974, Rosario, Argentina